sábado, 12 de julio de 2008

Zapatos.

Era un día normal, y yo estaba con un par de zapatos negros de rebaja, de cuero argentinos, con tacón, pero no tanto, con punta, pero no tantos. Esos zapatos increíbles, que pueden usarse con todo, con vestidos cortos o largos, con medias oscuras, transparentes o blancas con puntos negros, para matrimonios, para papeles de teatro, para ir a bailar, para trabajar.
Bueno, ese día normal, estaba con medias negras delgadas de las que las piernas se ven insinuadas en forma y textura pero sólo insinuadas. Una falda larga, casi monjil, pero que me gusta, por que las caderas se ven en su justa proporción para mi estatura. Y toda mi ropa ese día, era negra, según recuerdo. Había sol, y ese día - que era normal - era un buen día. Recuerdo mirar hacia un lago, o río... y luego, echar a correr cuesta arriba.
Corría, corría. No podía mirar hacia adelante, sólo hacia abajo, sólo mis zapatos. Mis bellos zapatos, que se ensuciaban, se ajaban. El taco se gastaba. Y yo notaba que mi falda no era falda, eran pantalones de deporte y mi polera y mis calcetines. Pero mis zapatos eran los mismos, y yo sabía que se romperian y por algún motivo, no quería detenerme. No podía creer cómo se me ocurría correr con esos zapatos.
Era una corrida extraña, no estaba retrasada, no escapaba de nada. Parecía estar corriendo por gusto. Y nada me importaba... yo no sabía si estaba cansada, o si habían autos que pudieran atropellarme. Sólo temía que se estropearan mis lindos zapatos negros.

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